Evaluación en el Proceso Educativo: ¿Disciplinamiento o Aprendizaje?

En la semana en que se conmemora el Día del Profesor

La evaluación se ha erigido como uno de los pilares fundamentales del sistema educativo, y aún cuando es indispensable para el desarrollo del aprendizaje, comúnmente se le demoniza y se le asocia a todo lo negativo existente al interior de las comunidades educativas.

Por Nicolás Quiroga y Carolina Pardo

Este tipo de evaluación se sustenta en una visión de la pedagogía con un alto componente positivista, que se basa en la búsqueda y existencia de una verdad absoluta que rige el fenómeno en estudio, limitando la capacidad de acción y propuesta frente al contenido unívoco e inequívoco.

Esto se traduce en la representación del profesor como una figura que detenta el conocimiento y el poder de una manera incuestionable, lo que se manifiesta en la construcción del instrumento evaluativo.

Este, bajo la norma tradicionalista es, por tanto, una práctica “pretendidamente aséptica, obsesionada con mediciones estandarizadas, poco sensible a las diferencias económicas, sociales y culturales”, es decir, se convierte en una vara estandarizada de medición, que busca identificar cuánto del máximo de conocimiento establecido posee el evaluado, sin considerar los distintos contextos en los que se desarrolla el proceso educativo.

A partir de lo que hemos venido desarrollando, se desprende que la evaluación, necesariamente, se sustenta en la existencia de una relación entre evaluadores y evaluados, siendo aquel quien legitima, de manera externa, aquello que aprendió o no el evaluado.

Una de las mayores representaciones de esto último es la obtención de títulos profesionales que certifican lo aprendido ante terceros. La legitimación externa promueve la utilización de la evaluación como una moneda de cambio, donde el juicio emitido por el evaluador toma preponderancia tanto para el evaluado como para el entorno social, convirtiendo al resultado de la evaluación en un salvoconducto cultural que avala una concepción del aprendizaje que no está vinculada a la significación para el individuo, sino que a la reproducción de contenido. En términos prácticos, se prioriza la obtención de una buena nota antes que el aprendizaje real, lo que deja a la calificación en el centro del trato mercantil que genera la evaluación tradicional.

El mateo y el porro: la lógica positivista

Este elemento de la evaluación antes visto, queda de manifiesto en las escuelas en donde hemos sido profesores practicantes, en donde la calificación está por sobre la evaluación, son los números y las actas las que determinan a qué categoría va a pertenecer el estudiante durante el resto de su vida escolar, y no se utiliza la evaluación como un mecanismo para evidenciar las falencias y fortalezas, primero del profesor y después de los estudiantes, para trabajar en ellas y mejorarlas.

Además, la calificación es para los estudiantes sólo una instancia en la que se valida, o no, lo que se supone han aprendido en sus años de escolaridad, por lo que no se concibe como un bien en sí mismo, útil y necesario para el aprendizaje, sino que como un mecanismo que sirve simplemente para certificarlos y licenciarlos. Es de esto último que surge una sensación del documento por el documento, que se sustenta en el poderío de lo escrito por sobre todo lo demás.

Como se ha venido diciendo, las evaluaciones se sustentan en máximos y mínimos logros a alcanzar, generan un ordenamiento y jerarquización de los alumnos en función de sus resultados, lo que se ve en distintos niveles: al interior de la sala de clases, en el establecimiento educacional y en la sociedad en general.

Es esto lo que lleva a Philippe Perrenound a señalar que, comúnmente, “evaluar es crear jerarquías de excelencia, en función de las cuales se decidirán el progreso en la trayectoria escolar, la selección para ingresar en la enseñanza secundaria, la orientación hacia distintas modalidades de estudio, la calificación para ingresar al mercado de trabajo y a menudo la obtención efectiva de empleo”.

Esta concepción de la evaluación no se circunscribe sólo al ámbito de la institucionalidad educativa, sino que trasciende a ella y se manifiesta en distintas situaciones y contextos, lo que se debe a una convención y legitimación social de este tipo de práctica evaluativa.

Bajo esta lógica, quienes más se acerquen a los estándares impuestos, logran mejor calificación, dejando fuera el proceso de aprendizaje en su totalidad y las particularidades de cada alumno.

Estos procedimientos, generan una jerarquización de estos: quienes más se acerquen al estándar impuesto, según el criterio del profesor, serán los que obtengan mejor calificación, mientras que quienes obtengan un desempeño deficitario, quedarán relegados a las ‘malas calificaciones’ y a todo lo que esto implica. Esta categorización, entre ‘buenos’ y ‘malos’, no sólo es asumida por los estudiantes y los profesores, sino que también por padres, apoderados y el entorno del estudiante.

Volviendo al sistema educativo, este ordenamiento y jerarquización de los alumnos genera que muchos de ellos se sientan capaces e inteligentes, debido a sus buenas calificaciones, mientras que aquellos que tienen malas calificaciones vean mermado su desarrollo y autoestima, y se juzgan como flojos e irresponsables por los profesores y sus pares, quienes caen en estas dinámicas y las reproducen al interior de las salas de clases y fuera de ellas.

Pese a la naturalización de las representaciones del “mateo y porro” del curso, los autores en cuestión son enfáticos en defender la necesidad de combatir tal visión arbitraria, ya que “estas prácticas redujeron el logro de al menos tantos alumnos como los que se vieron beneficiados con ella”.

Revisados los elementos centrales de la concepción pedagógica tradicional y la evaluación que de ella se desprende, podríamos decir que este tipo de educación se condensa en la idea de que “la escuela enseñaba y los alumnos aprendían, si poseían la voluntad y los medios intelectuales para ello. La escuela no se sentía responsable de los aprendizajes: se limitaba a ofrecer a todos la ocasión de aprender: a cada uno le tocaba aprovecharla”.

La transformación: un nuevo paradigma

Frente a estas ideas de una educación rígida y jerarquizada, en la que los alumnos no tienen voz ni poder de decisión, distintos teóricos y pedagogos se han levantado a lo largo del siglo XX y han propuesto un nuevo paradigma que “involucra un desplazamiento de una educación centrada en la enseñanza y en la adquisición y transmisión de conocimiento, a una educación centrada en el aprendizaje y en el estudiante como sujeto que aprende”.

Por lo tanto, estas ideas se rebelan contra la concepción mecánica de la relación enseñanza-aprendizaje y se fundamentan en la convicción de que “el conocimiento es siempre una construcción del sujeto y nunca una simple adquisición exógena”, por lo que “el desarrollo de las competencias depende fundamentalmente de la capacidad del individuo de autogestionar su desarrollo personal o profesional”, al decir de Víctor Molina en Currículo, competencias y noción de enseñanza-aprendizaje.

En cuanto al evaluador, este nuevo paradigma educativo también tiene algo que decir sobre él, pues ya no lo posiciona como un ser neutro, una figura imperturbable que se sustenta en la posesión de un saber absoluto, sino que se reivindica su carácter de sujeto y, por tanto, la inclusión de su experiencia, gustos e intereses, además de convicciones políticas e ideológicas en su acción de educar.

Esto queda de manifiesto cuando Shirley Grundy, señala que “toda práctica educativa supone un concepto de Hombre y de mundo”, de lo que la evaluación no quedaría exento, debido a que es parte esencial del proceso educativo.

La construcción de evaluaciones que es, en sí misma, un dispositivo pedagógico, no debe disociar la enseñanza de la evaluación, porque cuando ocurre un distanciamiento entre ambas, se generan confusiones, tanto para quien evalúa como para los evaluados, por ello, es que se hace “indispensable un claro señalamiento en las actividades de todos los implicados en las tareas de enseñar y aprender”.

Lo anterior se podría resumir en la necesidad de un contrato tácito entre evaluador y evaluado sobre lo que se medirá, para que la evaluación se genere de una manera transparente, que contenga criterios fijos a evaluar, además de indicadores de logro, los que deben ser coherentes con lo establecido en el pacto.

Por lo tanto, a modo de síntesis, podríamos decir que lo que busca el nuevo paradigma es, ante todo, centrar la atención en el proceso educativo antes que en una evaluación final que lo defina todo. Para esto, brinda un rol esencial a la transformación que realiza el sujeto, a partir de su experiencia, del conocimiento en un aprendizaje real y efectivo, orientado al desarrollo integral del individuo inmerso en el mundo social.

Revisados los elementos centrales de estas dos concepciones antagónicas de la manera en cómo se concibe la práctica pedagógica, y por tanto, el tipo de educación que se busca, y las evaluaciones que de ellas surgen, coincidimos con los planteamientos del nuevo paradigma que se refieren a la necesidad de reivindicar el rol central que posee el sujeto en el proceso de aprendizaje, en tanto constructor, a partir de su experiencia, de nuevos conocimientos que lo llevan a su desarrollo integral.

Si bien las concepciones del nuevo paradigma se refieren al engranaje educativo por completo, creemos que especial importancia adquieren en el proceso evaluativo, ya que es en él, en donde generalmente, los alumnos tienen poca, sino nula participación.

Es este problema el que Rebeca Anijovich señala que se podría solucionar con la inclusión de una retroalimentación real y efectiva en las evaluaciones, que tiene que ver un diálogo constante entre el evaluador y el evaluado no sólo sobre los criterios e indicadores de logros, es decir, en la etapa previa, sino que también en la etapa posterior de las evaluaciones, para que los alumnos sepan bien qué es lo que saben y qué es lo que no aprendieron, para potenciarlo.

Además, la retroalimentación supone una movilidad constante de los roles de los evaluadores y evaluados, ya que se insta a evaluaciones grupales y también autoevaluaciones al interior de las aulas.

“Cuando el alumno asume un rol activo, protagónico, dentro del campo de la evaluación, tendrá más posibilidades de revisar sus tareas y mejorarlas. La autoevaluación es, entonces, un proceso en el cual el estudiante reflexiona sobre la calidad de sus trabajos, los analiza y emite un juicio de valor a la luz de los criterios previamente establecidos, con la intención de mejorar sus aprendizajes y convertirse en un aprendiz autónomo”.

Finalmente, y a modo de compendio, podríamos decir que, si concebimos a la educación como “el derecho del sujeto a la individuación, a la autonomía, a la participación en la innovación y recreación de la cultura, y por tanto, el derecho a la libertad”, como es nuestro caso, no queda sino reivindicar la necesidad urgente de transformaciones no sólo en el proceso evaluativo, sino que, por sobre todo, en el aparataje educativo y pedagógico en general.

 


 

NICOLÁS QUIROGA y CAROLINA PARDO son Licenciados en Historia Universidad de Chile, Estudiantes del Programa de Formación Pedagógica de Departamento de Estudios Pedagógicos, Universidad de Chile.

Fuente: Revista Perspectiva