En el Día de la Educación rural, el retrato de un maestro

Carlos Cornejo hizo clases en Lo Cañas durante dos décadas, una docencia que describe en su libro «Memorias de un profesor rural». Reproducimos a continuación una entrevista que le realizó recientemente la revista Perspectiva.

Por Carolina Ferreira

Llega acompañado de su hijo, Gerardo. Se desplaza con cierta inseguridad –es que ya no es lo mismo –me dice-, son 87 años. En el casino de la Universidad y en medio del ajetreo intentamos un primer contacto. Me muestra su libro, impaciente. Se trata de “Memorias de un profesor Rural”, un relato biográfico sobre su vida como profesor en Lo Cañas, durante dos décadas.

-¿Usted lo había visto? –me pregunta.

-Sí, lo vi en facebook y fue entonces que contacté a su hijo y él me dio su teléfono.

-Ah, ya, ya.

Ese “ya, ya” suena a inteligente conformidad. Seguramente no entiende de qué hablo, pero un buen narrador como él sabe separar el polvo de la paja. Tomamos té, él invita unas galletas, y mientras empezamos a hablar me señala las primera páginas de “Memorias de un Profesor Rural”, que publicó el año pasado.

-¡Le hablo del año 55, pues!, exclama, remontándose a las circunstancias políticas y sociales de la educación de ese entonces. La precisión de los datos es sorprendente. Es un hombre informado, inquieto, sencillo, espontáneo que asumió por más de dos décadas la formación unidocente de la escuela de 72 niños en el fundo Lo Cañas –hoy, Alto Macul. El fundo cedía las instalaciones al arzobispado para la capilla y la escuela, administrados por la Universidad Católica.

Es inevitable admirar su vitalidad. Algo que seguramente lleva en la sangre y que ha sido el vaso comunicante entre el hombre, el educador, el padre de familia, el constructor, el campesino.

«Llegué como cuidador de parcela»

-Yo era bueno para andar, bueno para excursionar, bueno para los libros, y como me crié en el campo, sabía mucho de la tierra, así que llegué a la escuela como cuidador de la parcela, cuenta.

También era el encargado de tocar la campana –una tarea nada menor, según describe- y con un pasado de monaguillo, hacía las misas cuando el sacerdote no podía llegar a esos escarpados lares de la precordillera de Santiago.

Había en ese tiempo pocos profesores normalistas y suplían esa escasez con personas que hubieran sido educadas y que podían -por su preparación- ejercer como profesores básicos, entonces profesores “primarios”, siempre que tuvieran al menos primero de humanidades. Carlos Cornejo estudió hasta lo que hoy es segundo medio.

-Yo me retiré antes de salir porque éramos muchos hermanos y tenía que ayudar a mi padre, entonces comerciante viajero. Pero había leído mucho. Leí mucha historia. Me decían el filósofo -comenta lleno de risa. Estaba en el Liceo Manuel de Salas y sólo en tercer año de humanidades se leyó 92 libros.

Jugó entre los árboles y aprendió las faenas del campo. Su padre era de Licantén y su madre de Rauco y en su primer libro “Cuentos del Mataquito” ambienta esa vida, junto a su familia, en Curicó.

– ¡Qué no habré conocido en mis noventa años! –dice, reflexionando, pero sin interrumpir el relato-, y comenta que tiene publicada también una novela, con “algo de realidad y otro poco de ficción”, que se titula “La Tierra, la Vida y el Amor”.

La constancia, una virtud docente

Le pregunto por las virtudes del educador y no duda:

-¡La constancia!

Pero él tenía que hacer de cocinero, también, así que en su caso se añadía esa virtud. Estaba a cargo de todo. De la casa de retiro, de la capilla, de la escuela, era electricista, era constructor. Y también preparaba el material para las clases, como hacían entonces los maestros. Debió dividir el grupo en 4 cursos, “para poder enseñarles mejor”, así que estaba el día completo en la escuela, y el resto de la jornada la dedicaba a las otras tareas.

Un gran conversador, don Carlos, cuyo relato vuelve por la tarde, muchas horas después de habernos despedido, cuando me atrapa la lectura de las hojas del libro “Memorias de un Profesor Rural”, que atrae de nuevo su voz, cascada ya por los años, contando, con lujo de detalles, las andanzas y dificultades, las alegrías y tragedias y los logros vividos en esos años de entrega a la formación de los niños que a su vez, regresan sonrientes a los campamentos de verano o a las “pichangas”, en las viejas fotografías en blanco y negro que exhibe el libro.

Una historia que recupera una vocación, traducida en horas de clases, con pizarras de tizas, con la experiencia del aprendizaje y el error, sin colegas ni unidades técnicas. Es la historia del ejercicio de la profesión en contextos cambiantes, con métodos que responden al estímulo de la necesidad, a veces con éxito, otras veces debiendo reconocer que se había errado el rumbo, pero siempre con amor y responsabilidad.

Dice que todo empezó cuando el rector de la Universidad Católica, viéndolo tan trabajador, le preguntó si podría reemplazar a un hermano mayor –que había enfermado y debía renunciar- en la dirección y el magisterio de la escuela.

-¡Yo lo pensé un segundo!, exclama, y se ríe. En seguida, dije que sí.

Un segundo es una vida entera que pasa, con agilidad y conmovedora simpleza, a través del relato de esas memorias que también, de paso y con una fina observación, recuperan las historias puntuales de los protagonistas: la pobreza de sus “niños”, convertida en solidaridad; la carencia de las familias, transformada en orgullo; el analfabetismo que se vuelve curiosidad y aprendizaje, y también la sonrisa que nacía en todos ellos cuando obtenían el reconocimiento del “profesor”.

Estas memorias son, también, y con la enorme generosidad de la pluma de quien entiende la vida como sinónimo de educar, una parte de la historia de la educación rural de nuestro país, con sus facetas de empeño y encanto.